En la sierra madre del sur nació el amante jaguar, tigre, ocelote y fiera, briosa montaña entre cuevas que guardan las aguas del nudo Mixteco: Zempoaltepetl, donde los cerros se casan y anudan en la distancia rugosa y verde, macizo boscoso y selvático, ahí nació el tigre que decidió ser Guerrero, o el guerrero bajo la máscara felina lavando sus heridas con mezcal.
Hay más caminos que palmas entre el Pacífico y el Alto Balsas. Hay grandes secretos guardados en los cofres de Olinalá, donde aún hacen su nido rumores de historias pasadas, susurran todos los pueblos de la selva y la sabana, a fin de cuentas unidos por una misma historia y una tradición que en toda su amplitud comparte una hermandad secreta con la naturaleza, con las aguas del Balsas y los vientos del Pacífico, los vientos de los cerros siempre amenazantes y al mismo tiempo guardianes del pasado y de la identidad.
Guerrero no es sólo la música de Tlapehuala, aunque es la música de Tlapehuala y su ruidito zapateado en días de fiesta. Guerrero no es una sola cosa, es cierto, como no puede ser una sola la serranía nahua. Quizás Guerrero es el rugido guardado en los acantilados, o la herida que se abre de vez en cuando donde cayeron los héroes: Guerrero, Trujano, los Bravo.
Guerrero no es sólo Tierra Colorada, aunque es Tierra Colorada, no es Guerrero la voz unívoca de la iguana o su paso arrastrado entre las arenas. Guerrero es un poquito de esto y otro poquito de aquello: polvitos de orégano sobre pozole blanco, salsa verde derramada en pescadillas. ¡¿Me entiende compa?! Esto es Guerrero, no es una sola cosa es muchas y muy distintas maneras de decir que aquí el miedo se enfrenta como se enfrenta la sierra cuando hay tormenta.
Es el mar de Ixtapa y Zihuatanejo, o la costa de Michigan juntando sus aguas saladas a los dulces ríos de la montaña. Esto es Guerrero compa, es un corrido que sabe entre picoso y fresco, como a cerveza con camarones bajo la tarde de Costa Grande. Arrímese compa a la leña, y toque suave su violín, como lo tocó Juan Reynoso a todo lo ancho de Guerrero, llevando el son calentano hasta otras lejanas fronteras. No me vaya ‘uste’ a decir, que no le gustan los sones, ni le deslumbra la sonrisa de una mulata cerca de Pinotepa. Vengase compa a cantar, que aquí es todo lo que hacemos; los guerrerenses sabemos lo importante que resulta mantener el corazón en vilo. Guerrero es tierra de tigres y otras especies salvajes, de aves exuberantes y culebras de agua salobre. Dígame compa sino, ya le dieron ganas de conocer Guerrero.
Yo no soy coplero compa, pero intentaré cantarle, voy a entonar sin miedo los versos de tierra de tigres. ¡Discúlpeme compa, pero uste de dónde es!, parece de tierra de iguanas que bailan bajo las enaguas; bailan las iguanas verdes alzando el fondo de las damas, que agitan los olanes de sus faldas mostrando la pantorrilla bronceada. ¡¿Uste baila compa?! Baila la iguana, porque en Guerrero se baila y bailamos por todo, por los buenos tiempos y los malos tiempos, nos sobreponemos como se sobrepone el naufrago al a las tempestades, o a la crecida del río el ribereño. ¡Aunque si usted es el del centro me entiende menos compa! Chilpancingo es otra cosa, siempre acogido en el retumbo de tamboras, es más mestizo y menos negro. menos indio también, pero es Guerrero Chilpancingo de los Bravo.
Los Bravo el azote de las fuerzas realistas al lado de Vicente Guerrero, señor bautismal de las sierras mixtecas, jinete mulato y General de las fuerzas surianas, apoderado de la sierra con sus sonidos agudos de antiguo violín. Cuentan que todas las mixtecas suenan como un violín tocando un son, pero en Guerrero suena como un bramido, un rugido zapateado y feroz.
¡Perdone que yo le diga compa! y le hable como golpeado, dicen que los de Guerrero hablamos cantado, con un tono de marea alta arrastrando la orilla consonante de las palabras, o ¡lahj palabrahj compa!, así hablan los tigres así hablamos. La letra más aspirada es la letra suriana.
En Guerrero las aguas del Balsas no son nunca las mismas aguas, y en cada pueblo su nombre cambia, y en cada frontera su caudal accidentado se transparenta. Quizás el carácter del guerrerense no sea sino una metáfora de su orografía serrana, donde no hay planicie o reposo para la vista, incapaz de penetrar el lomerío, los cerros y las montañas por donde fluyen las venas del río Cutzamala, Amacuzac, Tlapaneco o Petatlán, a fin de cuentas todos son el mismo río pero nunca las mismas aguas, como nunca ha sido la historia una señal heroica o victimaria de un solo significado.
Heroico y a veces también victimado, el Estado de Guerrero es una porción de tierra formada por más de seis decenas de miles de kilómetros cuadrados, sin embargo Guerrero no es sólo la tierra es también la gente que trabaja y vive haciendo terruño y veredas. Guerrero son todos los compas que andan por los caminos del sur.
El primer Guerrero
Guerreros nahuas tomaron las tierras de los chontales y fundaron su señorío en Coiscatlapan quizás ahí empieza la historia del pueblo guerrerense, o quizás antes, cuando los chichimecas llegaron por el norte para habitar las tierras del Alto Balsas. Quién puede fijar ese punto preciso en el tiempo, el momento justo cuando las gentes de Guerrero se sienten de Guerrero y ya no de otra tierra, y dejan de ser huéspedes de paso para transformarse en señores de la selva y de las aguas.
Quizás Guerrero ya era una sola cosa, cuando los vientos de la historia llevan a Gonzalo de Sandoval y Pedro de Alvarado hasta la Costa Chica, donde no atracaron sus galeones ni se saciaron su ambición de metales preciosos, ni la de ellos, ni la de otros “descubridores” de grutas que llevan al centro de la tierra: Pedro de Grovillas o Juan Rodríguez de Villa Fuerte.
Esa fue una segunda o tercera parte de la historia guerrerense, antes de que Acapulco fuera puerto y el centro de la tierra, es decir antes de que fuera Acapulco-Diamante o el revolcadero, Caleta, zona de bañistas pobres en la frontera del Jett-Set inaugurado quizás por el gesto asombrado de María, alguna hermosa María, viendo el atardecer en Pie de la Cuesta, como lo vio quizás por vez primera Sebastián Vizcaíno, en la búsqueda errada del estrecho septentrional, ahí, sus ojos clavados en el horizonte acuoso al otro lado del mundo, en un México oculto y virgen, mares vírgenes de yates y lanchitas con el piso de vidrio para poder ver a la virgen que yace en el fondo de las aguas, o mirar a las tortugas agobiadas por las risas de turistas que cargan su hielera al hombro sobre la arena. Quizás Sebastián Vizcaíno no vislumbró aquello, y sólo imagino a la María asomada a la mar, ingenua ante la furia del Pacífico que hace terremotos y huracanes; verdugos con coraje casi humano atacando tierra adentro desde el litoral, acosan con sus vientos las brisas, y desbordan el Balsas sembrado de miedo bajo la tempestad.
‘Gilberto’ develó la vulnerabilidad de nuestro pueblo ante las fuerzas naturales. Pero la victoria, la capacidad de los guerrerenses para sobreponerse al látigo temible de los huracanes que deambulan como espíritus las cumbres y afluyentes, forma parte de su identidad. Los guerrerenses son los seres capaces de volver a levantar sus casas después de una gran tempestad; no luchan por escombros debajo del lodazal, ni lloran su amargura en la ribera del Balsas.
Las gentes de Guerrero se levantan aún cuando los vientos no dejen de azotar. Las gentes de Guerrero son temibles frente al temporal, y esto lo supo Morelos cuando tomó Acapulco, consumando tal vez sin saberlo, aquella deuda histórica de México con los mulatos, sangre de victorias y derrotas, voz de copleros que cantan a la Costa Chica, o tigres que rugen como si fueran l mar.
Tierra de tigres
Los héroes guerrerenses son héroes del pueblo y no falsa nobleza, son tigres ocultos entre la Mixteca. Testigos de traiciones que se cuentan desde Acatempan, en aquel abrazo hipócrita y trapero de la historia, de la historia personal de un moreliano que luego se hizo llamar su alteza: Agustín de Iturbide, estrechó en la sierra al jefe de las Fuerzas Insurgentes del Sur: El General Vicente Guerrero (sin escuela ni condecoraciones), señor de la Mixteca y sus misteriosos nombres, sus cuevas ocultas como bocas celosas, guardando los secretos de otras burlas del tiempo de la patria, y la sierra, siempre la sierra, refugio de tigres similares a Lucio Cabañas tigre de Atoyac, a quien todavía canta el Dueto Castillo diciendo a los herederos que un hombre que tiene garra debe tener convicción, así la tuvo Cabañas y la tuvo antes Genaro… Genaro Vázquez el rebelde guerrillero, “el maestro titulado”, otro campesino, otro soldado, sin academia ni medallas al mérito, pero símbolo eso sí, del carácter guerrerense siempre dispuesto a batirse porque confía en el honor y la dignidad de sus gentes, como lo único valioso que de verdad posee. Para juzgar a Genaro hay que tener el talante de enfrentar a la muerte como uno de esos, a los que llaman guerrilleros.
El alma de un terruño es a fin de cuentas la dignidad de sus gentes y esto lo saben los de Guerrero y no sólo sus héroes, aunque no quedará así asentado en el Plan de Iguala, ni eso, ni la república doliente por la que iba pelear después Ignacio Manuel Altamirano, el guerrero poeta, el indio educado y culto, todavía bálsamo de heridas más recientes como el nombre de Apaxtla, donde dicen los que saben que el diablo anda desatado, soltando balas con cuernos hechos en china y uniformes justicieros.
En las tierras de Guerrero se oyen las bandas y se oyen las balas, retumban en las peñas los petardos fantasmales de Valerio Trujano y Juan del Carmén. Otros fueron soldados pero ninguno fue sólo un hombre con un arma, y quizás esa es la llaga abierta en la historia reciente de los guerrerenses, pues últimamente hay hombres con armas pero sin guerra, sin motivos más profundos que ambiciones egoístas y atemorizantes.
En las tierras de Guerrero se oyen las bandas y se oyen las balas, retumban en las peñas los petardos fantasmales de Valerio Trujano y Juan del Carmén. Otros fueron soldados pero ninguno fue sólo un hombre con un arma, y quizás esa es la llaga abierta en la historia reciente de los guerrerenses, pues últimamente hay hombres con armas pero sin guerra, sin motivos más profundos que ambiciones egoístas y atemorizantes.
Más no son héroes los verdugos, ni pueden llamarse guerrerenses quienes lastiman con violencia el germen de su propia tierra, esos no son tigres, no pueden llamarse tigres ni portar la máscara de la pelea, siempre honorable por ser cuerpo a cuerpo, y cuerpo a cuerpo los hombres sólo tienen su coraje y su necesidad de ser quienes son, para mostrarlo en una victoria justa. La ostentación del triunfador es su propia tradición, la realización de una herencia que lo mantiene vivo como lo que es, un negro, un indio, un mestizo. El tigre defiende su herencia como defienden las fieras su territorio: peleando por él.
Tigres guerrerenses son los tlahuicas; y tigres han sido los fuereños victoriosos: tigre fue Ahuizotl contra los chontales, tigre es a fin de cuentas la denominación común del guerrerense por derecho, el que hace la tierra y le da un sentido que se integra con su tradición y sus costumbres.
Tigres son los que huelen su propia sangre derramada en las cascadas juxtlahuaquenses, quienes reconocen que su máscara ha caído al polvo de las secas mientras se achican las riberas y suben las nubes cargadas, cargaditas de aguaceros que coronan sembradíos. Guerrero es un rezo pluvial, y sus gentes viven la religión de las aguas oceánicas y salobres. Entre el Balsas y la costa hay un campo sembrado de nubes que se van arrastrando de panza, igualito que la iguana.
Guerrero canta, Guerrero baila.
Para que las aguas caigan deben pelear los tigres de Chilapa, deben llamar aguaceros los de Copalillo, y soltar cohetones en Yitla; para que caiga el agua deben bailar los mudos, tecuanes, tlacololeros que azotan el fuete contra la tierra, levantando nubes de polvo llaman nubes de agua los danzantes de San Josesito los manueles, los pescados, tlaminiques y chareos. Bailan a la lluvia y dan alimento a las nubes, a Todos Santos y Fieles difuntos festejan y rezan en el cementerio de Iguala y de Atoyac, ofrendan a la Guadalupana los de Acapulco en su día, los de Zihuatanejo antes de la otra zona dorada, la de la playa de Ixtapa donde el Pacífico luce su matiz más azul. Turquesa profundo bailan y cantan los de Guerrero.
Los negros cantan sus coplas y cantan hasta cuando hablan, con un ritmo costeño que no conoce la ese, o la cambia por una jota aspirada, por la mitad de una palabra que se entiende entera aunque no diga nada, y aunque diga lo que diga se entiende la tonada. Sin embargo la negrada no sólo canta, no sólo baila, aunque su baile y su canto formen parte esencial e insustituible de la identidad de Guerrero, su gesto bajo el sol playero es el rostro de la Costa Chica, pues la Costa Chica es mulata, cimarrona: está endiablada, eso cuentan los viejos cuando salen en el día de muertos los espantos andrajosos, los diablos engalanados, de tiliches y largas crines oscuras, con su cornamenta negra, merodean los caminos y las playas, bailan los diablos, con el paso estruendoso de docenas de negros desembarcando en la costa.
Haciendo mofa de la bravura oceánica y la fanfarronería del oleaje. Los diablos saltan encorvados por veredas arenosas, van dando vueltas los endemoniados que ahuyentan los malos espíritus y al mismo tiempo los alimentan con el rumor de la flauta y los tambores. Son los negros mascarados. ¡Que suene el paso que se oiga un grito y los cuerpos vuelvan a la tierra donde los muertos yacen! o yacen en el fondo de los mares donde quedaron los coros y las voces de las almas costeñas. Baila el tigre, baila el diablo, baila junto a las tumbas y en las playas. Baila porque la danza lo hermana con los mares y las aguas, porque cuando la Costa Chica baila, el Pacífico entero se estremece en el alma.
Siguiendo la ruta de Cuajuinicuilapa nace la Costa Chica, de sumos tropicales y ardientes arenas. Con tonos exuberantes las aves alzan el vuelo resplandeciente entre ríos. El pueblo negro y mulato festeja los dones de su paraíso. En San Marcos, Cruz Grande, Copala y Marquelia se contonean augustas caderas calentanas, bamboleantes en los tianguis y las playas, con los colores vistosos de sus voluptuosos cuerpos. Las mulatas son esa clase especial de mexicanas que hacen temblar los mares al ritmo de su andar descalzo, son marinas y terrestres, siempre dueñas y seguras de la ola desbocada que dejan como un rastro de su paso. No puede negarlo la cabellera rizada de Vicente Guerrero, o los ojos asombrados de los hermanos Bravo, reflejados en los ojos del afro-mexicano.
Ya con esta me despido
Y después de tanto son, pregúnteme uste compa, ¿Quiénes son las gentes de Guerrero? Son los negros, los chontales, los mestizos con dinero, o sin dinero, los que durmieron siempre con el rumor del mar en sus oídos, la fluyente del Balsas o el secreto zumbido de las palmeras en las tardes húmedas y calurosas de Taxco. Entre grutas de plata y minas de madera, donde Juan Ruiz de Alarcón sigue prodigando versos y risotadas que escandalizan a las beatas de Santa Prisca, estremecida en sus churriguerescas formas cuajadas de motivos y milagros.
En Taxco suenan las plegarias de los cristianos que se flagelan bajo el sol del mediodía en el viernes-santo, cristianos cargados de espinas, culpas, tradiciones que se sobreponen al dolor en la penitencia colectiva. Y el cerro de plata se viste de negro, quizás eso es Guerrero: la riqueza inmensa de un mineral cubierto, una cordillera repicando en medio del mundo y en la orilla de otro México, el mismo México que cambia cada vez en cada tierra y todo color. México era también una máscara de tigre hecha con la corteza de un árbol, arrancada de un rostro selvático y escarpado, cuyo gesto reviven las gentes de Zitlala, o de Chilapa, cantando el son del palomito, y agitando los sombreros blancos en el cielo. Y es que en todo caso sabemos que el carácter de Guerrero es siempre un signo temible, las gentes guerrerenses son fieras acorazadas con la piel ancestral de sus montañas.
Y ya con esta me despido de todo el público entero, sin haber hecho una copla y sin cantar el corrido de algún tigre de la sierra. Quise presentarme compa como cualquier rancherito de Iguala, vestido de manta rayada y calzado con huaraches de tres agujeros, como el valiente aquel que dio su corazón a Modesta Ayala, y no la María soberbia de Agustín Lara. Cuyas facciones menos serranas poco retratan a las calentanas, dígame compa sino es cierto, que en Guerrero la iguana canta desde una rama.